De El disfraz de Dios,
Salvador Alario Bataller, 2011, lulu.com, Rockville, USA.
Tenía un nombre epatante, demasiado sugerente para un hombre
que siempre se sintió pequeño, tal vez porque fue un niño tímido e infeliz:
Juan Sepulcro del Lobo. Aprendió pronto que su mundo no se encontraba en la
calle abierta y procelosa de gentes, ni en el café concurrido, ni en la
algarabía fácil y, para él, indigna de las fiestas mundanas. Que recordase,
nunca había amado el mundo ni el tiempo en que vivía. Por eso se aferró al
pasado y pensó en ser historiador pero, despreciando al hombre, buscó fuera de
él los tiempos y los seres preteridos con los cuales sentirse cómodo. Así que
Juan Sepulcro, don Juan para sus alumnos y discípulos, se unió a las escuálidas
filas de los estudiosos de la
Paleontología ; encontró en el Tyrannosaurius rex o en el Triceratops amigos mejores
que en el Homo sapiens. Fundió
incesantes noches con incesantes días sumergido en sus sesudos estudios y de
esas noches fecundas de estudio y meditación, dio a la imprenta, entre otros,
una Historia de la Paleontología y
unos Fundamentos paleontológicos que
fueron, durante muchos años, materia obligada de estudiantes y especialistas, y
que le proporcionaron nombre y consideración. No obstante, el doctor Sepulcro,
se sintió siempre un hombre infeliz, una rara
avis in terris. Este sentimiento se acentuó con el pasar de los años y, por
allá los cincuenta, le abatió la tirria por los días, la desgana de vivir.