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miércoles, 18 de enero de 2012

REYES MAGOS, por Héctor Zabala, de Buenos Aires, Argentina

Este cuento ganó la Primera Mención en el XVI Concurso Nacional de Narrativa y Poesía de Poetas del Encuentro de Villa Ballester. San Andrés (Provincia de Buenos Aires), Argentina, 7 de julio de 2007.
I
Por aquel tiempo yo era un completo ignorante del llamado Evangelio Armenio de la Infancia, esa escritura antigua por la cual –según algunos– naciera aquello de los Reyes Magos.
Pues si algo sabemos de esos hombres que visitaran a Jesús de Nazaret alguna vez de bebito, es que no hay duda que fueron magos, humildes y oscuros magos, pero en absoluto reyes. Entendiéndose por mago a esa mixtura de astrólogo y hombre de ciencia, como se acostumbraba en el Oriente de entonces.
Con sólo leer ese Evangelio Armenio –antihistórico para los científicos y apócrifo para muchas confesiones cristianas– fácilmente entendemos por qué sólo pudieron ser magos. Es imposible imaginar una triple escolta monárquica de doce mil jinetes de guerra, sin contar auxiliares y servidores, pasando (y paseándose) desapercibida para las fuertes guarniciones romanas que controlaban Damasco y vigilaban Jerusalén, por más Magos que pretendieran ser esos Reyes. En especial si pensamos en todos ellos como extranjeros armados hasta los dientes, con caballos ricamente enjaezados, vestidos de punta en blanco y con un boato digno de un faraón victorioso de tiempos aún más antiguos. Y que, como no hubiera pasado desapercibido semejante despliegue y gentío a las legiones del César, seguramente nadie después habría quedado sano para contarlo; incluyendo esos Reyes Magos que supuestamente hacían de comandantes.
Bueno, pero sea como fuere, la tradición dice que los Reyes trajeron tres presentes al divino niño y después se fueron para sus casas, por orden de un angelito de bastante mal genio que los amenazó feo si volvían para chismearle el sitio del betlemita pesebre-nursery al tetrarca Herodes.
Así, tanto el origen como el destino de estos Reyes Magos se pierden por completo entre leyendas, pero su mundo mágico perdura hasta hoy día. Es decir, la tradición quedó y, con el tiempo, los tres personajes ampliaron su negocio para todos los niños cristianos, si bien parece que son mucho más generosos con los del sur de Europa que con los del norte. O tal vez no quieran invadir la jurisdicción septentrional, a cargo de su colega Santa Claus, Papá Noel, Sancta o como quiera que lo llamen por allá.

II
–¿Y cuándo te compran la de cuero? –le oí preguntar a un vecinito mientras pateaba una pelota de goma en la vereda, cuidando de no estrellarla contra la opulenta figura de doña Juana que volvía de hacer las compras.
–El problema es que papá dice que son muy caras. Y este año no sabe si los Reyes me la van a poder traer.
–Bah, eso de los Reyes es una mentira. Lo que pasa es que tu papá es un amarrete.
–Sí, ya sé que los Reyes son los padres, pero yo igual la pedí.
Ese diálogo casual, oído a mis ocho años desde la experiencia de unos vecinitos dos años mayores, fue suficiente para entender el asunto. Pero no necesariamente para creerlo, ¿pero entonces, no era verdad?
Ese mismo día, cinco de enero, mi viejo me llevó a la juguetería del barrio para mostrarme el trencito de cuerda en la vidriera. También intentó convencerme de que era el regalo pensado por los Reyes para mí. Al parecer, los padres tenían comunicaciones telepáticas con ellos.
Yo miraba la bicicleta roja, puesta a la derecha del trencito. Ya sabía andar bien en bici, pues en la de mi primo Jorge me mantenía sin caerme, y como media cuadra. Le insinué la bici, pero papá me dijo que era un regalo muy caro y que los Reyes aquel año andaban pobres. Sí, cada vez había más chicos y no daban abasto en eso de hacer juguetes.
Sin decirnos nada más, retomamos el camino a casa con la idea de mandar la carta a los Reyes. Para ese tiempo, ya escribía con soltura, así que no quise que me ayudaran. Mamá no insistió, después del:
–Es grande, Elvira, dejalo, ¿no ves que ya sabe escribir bien?
Entonces me encerré en mi cuarto, tomé la lapicera de pluma cucharita (a un Rey Mago nunca se le debe escribir con lápiz) y tracé en tinta lo siguiente:

Queridos Reyes Magos,
Yo ya sé que ustedes están pobres este año, pero ¿podrían enviarme la bicicleta roja? Gracias. Les dejo agua y pasto para los camellos como siempre. Hasta mañana.
Pedrito

Por supuesto, tendrán que disculparme si no transcribo con exactitud la carta, porque ya me olvidé de alguna falta de ortografía o de puntuación, que seguro llevaba incluida.
Ensobré. Puse el destinatario: Sres. Reyes Magos, ¿para qué más, si igual llegaba?, y salimos a la calle con papá en dirección al correo. El empleado de la ventanilla, el de bigotito, le guiñó un ojo mientras nos informaba:
–Ésta va directamente al buzón, sin estampilla.
Le hicimos caso. Coloqué mi carta –que al parecer batía todo récord para llegar a Medio Oriente, pues era entregada en el día– y me fui muy contento. Ese sí era un servicio eficiente de correos.
Aquella noche tardé en dormirme. Ya habíamos acondicionado en el jardín la montañita de pasto. No era mucho, pero desde hacía años mis tíos me venían diciendo que los camellos en el desierto comían muy poco. Oh, que tanto, yo también tenía información de primera mano, y sin depender de mamá y papá. En cuanto al agua, un balde era más que suficiente y lo llenamos entero.
Mis zapatos los dejé en el living, porque la otra habitación, la que después sería de mi hermanito, quedaba cerrada. Me levanté a medianoche y fui a espiar en puntas de pie. Aún no habían llegado, los zapatos seguían ahí, solos. Retorné a las sábanas enseguida.
Como a las tres de la madrugada me desperté. Vi pasar la silueta de papá por el pasillo, en dirección al living. Enseguida sentí unos ruidos leves, como a celofán que se rompe. Volví a reconocer la silueta de papá en sentido inverso, regresando. Me moría por levantarme, pero no... mejor no.
Después me quedé dormido. Cuando desperté, serían las cuatro. Semidormido y descalzo, caminé hasta el living. El trencito de hojalata ya brillaba ufano sobre los zapatos. Miré por la ventana: el montoncito de pasto parecía indemne. Al balde con agua no se lo veía por la falta de luz en la galería que daba al jardín.
Ya me estaba por meter en la cama cuando los vi. El trío ya ascendía. Las siluetas de los tres con sus coronas y capas brillantes, montados en camellos, eran inconfundibles. Se alejaban sobre un gran arco de polvo luminoso, semejante a una alfombra de oro. Baltasar cerraba la marcha. Por un instante se dio vuelta y me saludó sonriente con la mano en alto. Me quedé apoyado en el alféizar de la ventana de mi cuarto, aunque pronto no quise mirar más. ¡Era un sueño! Hermoso, pero sólo un sueño. El trencito, que me comprara papá a escondidas, era una prueba irrefutable. Inútil hacerse ilusiones: los Reyes sencillamente no existían. 
A la mañana, me levantaron los dos, muy alegres:
–Pedrito, despertate. ¡Llegaron los Reyes!, ¡llegaron los Reyes!
Y fui de mala gana a ver el regalo conocido. Jugué un rato para darle el gusto a mamá, la que más insistía en alabar las virtudes del nuevo chiche, y después nos sentamos a desayunar.
Con la segunda tostada, papá se levantó de la mesa. Necesitaba sacar unas herramientas del galponcito del fondo o no sé qué. De pronto, desde afuera, se lo escuchó gritar:
–¿Pero, qué es esto?
Salimos corriendo con mamá. Un largo caminito de polvo dorado, semejante a oro finísimo, cubría todo el jardín grande. Seguía por la ligustrina y se expandía por los jardines y tejados vecinos hasta perderse en el horizonte. Mis viejos no entendían nada. Nuestro vecino de la derecha, don Ramos, tampoco. El polvo iba desapareciendo grano por grano, aunque muy lentamente. Si se lo trataba de levantar o barrer, no se podía. Al fin fueron quedando apenas rastros. Miré el balde para los camellos y estaba por la mitad. La pirámide de pasto cortado, intacta desde la ventanita del comedor diario, ahora y desde otro ángulo, mostraba haber perdido buena parte. Entonces corrí hacia la galería y vi pisadas de cascos enormes en el jardincito del frente. Me paré y miré mejor: bordeando las pisadas había polvo de oro.
No dudé. Volví a correr como desesperado. Me metí en el angosto pasillo que separaba la pared ciega de casa de la verja vecina, la de doña Rosalía. Doblé el codo del pasillo y allí estaba la bicicleta roja con una tarjeta, escrita en caracteres armenios, en medio de una nube de polvo dorado.

3 comentarios:

  1. Gracias, tanto a Héctor Zabala por compartir su prestigiosa pluma con nosotros, como a Cica Buendía y Ramón cabrera por ser fieles seguidores
    Eva y Carlos
    Editores de "Todas las Artes"

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